viernes, 31 de diciembre de 2010

1898- LA CONQUISTA DE MARTE POR EDISON - Garrett P.Serviss


Antes incluso de que H.G.Wells viajara a Norteamérica en 1906, el "skyline" de Nueva York ya simbolizaba para él un crecimiento inagotable y enérgico, “algo inevitable e inhumano”. Tras un día recorriendo sus calles, observó: “Lo importante es el aspecto mecánico, ese algo inintencionado que acelera a toda esa gente, haciéndoles colgar de arneses, impulsándolos por los huecos de ascensor y derramándolos en los ferrys”. En su segundo día en Nueva York, llegaron al este las noticias del terremoto y el gran incendio de San Francisco. Wells, que había destruido tranquilamente Londres en su obra “La Guerra de los Mundos”, se sintió impresionado por la indiferencia americana ante tal desastre y el pragmático esmero que se puso en la reconstrucción de la ciudad, otra muestra de esa “fuerza sobrehumana” que impulsaba a América.

Wells escribía con un espíritu típicamente europeo. Desde mediados del siglo XIX, aquéllos que habían visitado Norteamérica habían subrayado la inhumanidad de esa nación. Más tarde, en aquel mismo siglo, su esencia mecanicista ocupó el centro de las discusiones acerca de la modernidad. La insistencia repetitiva de Wells sobre el desalmado papel de las máquinas en la vida cotidiana de Estados Unidos sólo anticipaba la intensificación del discurso que traería consigo el siglo XX, con las teorías de Frederick Taylor sobre la gestión científica de los negocios y las prácticas industriales de Henry Ford. Aquel mismo perfil neoyorquino inspiró a Fritz Lang su visión de la tiranía mecánica de su película "Metrópolis"; en “Primeros y Últimos Hombres”, una obra de referencia en la CF escrita por Olaf Stapledon a comienzos de siglo, se presenta una nueva edad oscura como resultado de la creencia americana en su destino manifiesto, según el cual “Dios ha nombrado a los americanos para que mecanicen el Universo”.

Causa y consecuencia de todo esto fue que la figura del ingeniero o inventor mecánico fue elevado al nivel de héroe cultural. El pragmatismo de la ingeniería opuesto a la teorización abstracta prendió en el imaginario colectivo norteamericano. La revista "Scientific American" publicaba en 1850 que “los hombres de los talleres han puesto el mundo patas arriba con sus invenciones, mientras que los sabios de Oxford y Cambridge sólo han añadido algunos teoremas nuevos a los Principios de Newton”. Este antiintelectualismo se encarnaría luego en personajes reales como Thomas Alva Edison, Alexander Graham Bell y Henry Ford, todos ellos idealizados como muchachos humildes que habían comenzado trabajando con sus propias manos, no con sus mentes, y que, pese a todo, intuyeron el camino que les llevó hacia los inventos que les harían ricos y transformarían la vida cultural norteamericana.

Estos mitos fueron sin duda parte de la inspiración que llevó a un espectacular incremento en el número de ingenieros a partir de 1880. Estos técnicos eran parte fundamental del discurso político sobre eficiencia nacional a través de la innovación tecnológica, ya viniera de presidentes como Herber Hoover (en su tiempo magnate de la minería y portavoz del Instituto Americano de Ingenieros de Minas) o quedara concretado en enormes proyectos de ingeniería como los llevados a cabo por Franklin D.Roosevelt. Este paradigma de la ingeniería es la base de la ciencia ficción americana en los años que precedieron al fin de la Segunda Guerra Mundial.

Thomas Alva Edison fue un genio práctico y un hombre seguro de sí mismo, un personaje que tenía entre el pueblo la reputación de ser un inventor con una capacidad ilimitada, una leyenda en su propio tiempo. Alcanzó fama mundial en 1878 gracias a su fonógrafo y en los siguientes 50 años su genio se hizo patente tanto en sus inventos como en la descarada autopromoción. Menlo Park, su hogar y taller, se convirtió en un destino turístico. Iluminado desde 1879 por las bombillas inventadas por él mismo, se fletaban trenes para visitar el lugar (más tarde, Henry Ford desmontó el complejo y lo trasladó a su Museo Industrial). En las entrevistas con la prensa, Edison hablaba con soltura desde los problemas de la extracción mineral a su confianza en que la prueba científica de la existencia de Dios estaba al alcance de la mano.

Fue el origen del mito del artesano socialmente aislado, sin formación científica, sordo y
empujado a una producción interminable de nuevos inventos. A los 65 años todavía trabajaba 18 horas al día, afirmando con desdén que “el cuerpo es sólo la pieza de una máquina". Un elemento esencial en este mito fue la imagen del inventor solitario como víctima inocente de los barones industriales y especuladores capitalistas. El resentimiento social hacia la compra en la última década del siglo XIX de General Electric por parte de J.P.Morgan convirtió a Edison en una figura popular en una era de problemas laborales y actitud antimonopolio. De hecho, el propio Edison fue un pionero de la industrialización, construyendo fábricas, experimentando con cadenas de montaje y utilizando directivos interpuestos para controlar y supervisar la investigación y desarrollo. Ahogó a la fuerza las huelgas de sus empleados y protegió de forma implacable sus derechos de patente en los tribunales. Consideraba su apellido “Edison” como una marca y lo extendió a inventos con los que tenía poco que ver. Protegió esa marca hasta el punto de obligar a su hijo alcohólico a cambiarse de apellido. El mito Edison, por tanto, contiene una contradicción: el inventor-artesano fue en realidad el responsable de una modernidad mecanizada que destruyó para siempre al propio inventor-artesano.

Todavía en vida de Edison, Mathias Villiers de L´Isle-Adam escribió: “el entusiasmo por Edison tanto en su propio país como en ultramar le ha dotado de una mística especial en muchas mentes”. Entre sus 1.300 patentes figuraban el telégrafo, el fonógrafo, la bombilla incandescente, la pila, un modelo de cinematógrafo... Dio igual que en sus últimos años sus fracasos fueran tan sonados como sus éxitos (como la batalla, finalmente perdida, que mantuvo contra Nikola Tesla, sobre transmisión de electricidad a distancia); la CF encontró en él una figura arquetípica, la del inventor hecho a sí mismo y con un cerebro de inagotables recursos, que dio lugar a todo un subgénero cuya trayectoria se prolongaría varias décadas: la Edisonada.

A finales del siglo XIX, la Edisonada ya era un género conocido aunque no recibiera ese nombre. “Un Yanki en la corte del rey Arturo”, como ya vimos, presentaba a su protagonista, Hank Morgan, como alguien muy próximo a la figura de Edison, y su apocalíptico final nos recuerda las vagas afirmaciones del inventor americano acerca de que, si fuera necesario, podría fabricar super-armas.

Pero el mejor y más puro ejemplo de edisonada fue "Edison´s Conquest of Mars, de Garrett P. Serviss, publicada en forma de serial en el New York Evening Journal. Pretendía ser secuela y contestación a "La Guerra de los Mundos" de H.G.Wells, que se había serializado en Norteamérica en la revista "Cosmopolitan" a finales de 1897. Ya vimos en la entrada anterior cómo Wells subrayaba inquietantemente que para los seres avanzados, el Hombre debe ser tan inferior como lo son para nosotros los lémures o los monos. Este sermón sobre la superación del ser humano expresaba las ambigüedades del imperialismo británico a finales del siglo XIX, que se hallaba en una fase expansiva al tiempo que atenazado por las ansiedades de un posible “ocaso” o “degeneración”. "La Guerra de los Mundos", pues, era una especie de fantasía sobre la “contracolonización “.

Por el contrario, la narración de Serviss, publicada sólo unas semanas antes de la conquista de Cuba por las fuerzas norteamericanas, hablaba de una nueva política expansionista y lo hacía en el patriotero lenguaje de la prensa amarilla que le dio cabida en su primera edición. En lugar de la pasividad de la obra de Wells, Serviss da la respuesta activa y nada ambigua de América a la invasión marciana, encarnada en la figura de Edison. El libro detalla “el contragolpe vengador que la Tierra devuelve a su despiadado enemigo en los cielos”.

Tras el primer ataque de los marcianos, muchas ciudades han quedado reducidas a escombros y
la población del mundo sufre una “profunda depresión mental y moral”. El pánico hace otra vez presa de la Humanidad cuando los astrónomos sospechan que hay una segunda invasión marciana en marcha. El único “rayo de esperanza” para la humanidad descansa en “unos pocos hombres intrépidos, entre los cuales destacan Lord Kelvin, el gran sabio inglés; Herr Röentgen, descubridor de los famosos rayos X; y especialmente Thomas A.Edison, el genio americano de la ciencia”. Es el talento mecánico de este último lo que le permite elevarse por encima de la ciencia abstracta y liderar el contraataque humano: aprende a dominar los principios del vuelo interplanetario y diseña un arma desintegradora que aniquilará las ciudades marcianas.

Las habilidades técnicas se unen al nuevo liderazgo global de Norteamérica. Los líderes del mundo –la reina Victoria, el Emperador Guillermo, el Zar y el Emperador de China- viajan a Washington para asistir a la demostración de los inventos de Edison y compiten –con una vanidad estúpida propia de extranjeros- por financiar el proyecto. “Recuerdo bien” comenta el narrador, “cómo mi corazón se conmovió con esta impresionante exhibición de influencia sin límites que mi país había pasado a tener sobre todos los pueblos del mundo, y me giré para contemplar al hombre a cuyo genio debíamos este auge de la Tierra. Pero Edison, como tiene por costumbre, parecía totalmente ajeno a tal hecho”. El inventor dirige todo el entramado fabril que ha de producir las máquinas necesarias (desde el telégrafo aéreo a los trajes presurizados pasando por el desintegrador, ingenios de ingravidez o la puerta automática) y, al contrario que el Edison real y su incapacidad crónica para crear los inventos que había prometido, consigue fabricar toda una flota de naves espaciales en el tiempo acordado.

Serviss, que era autor de varios textos sobre astronomía, concibe el Sistema Solar como una serie de posibles colonias: los diamantes de la Luna y el oro de un asteroide ocupado por los marcianos deben ser tomados y asegurados para uso americano. Una vez que termina el aplastamiento de las defensas marcianas, el texto abandona el exhibicionismo mecánico para
convertirse en un melodrama que –como sucedía en los relatos de jóvenes inventores- se centraba en asuntos raciales. Los decadentes emperadores marcianos se relajan con la música que toca una mujer humana, descendiente de los antiguos arios, usados por los marcianos durante siglos como mano de obra esclava. La núbil belleza aria es rescatada y vengada por el coronel Smith, perfecto militar norteamericano. Su abrazo final permite a Serviss cerrar el libro: “Y así se unieron para el futuro el primer brote de la raza aria, que había estado perdida pero no destruida, con el último descendiente de una gran familia”. Edison y el entorno marciano desaparecen casi totalmente en estos últimos capítulos (los alienígenas que no son masacrados son colonizados), pero es la maestría tecnológica del primero la que permite la gran reunificación de la raza blanca –una fantasía propuesta en aquellos años por imperialistas como Cecil Rhodes-, no bajo dirección británica, sino americana. Esta última parte de la novela de Serviss es un claro anticipo de la literatura pulp y, concretamente, de las aventuras de John Carter de Marte, escritas por Edgar Rice Burroughs a partir de 1912.

El creciente mercado para la literatura de masas sufría a menudo ataques acusándola de influencia corruptora. Los argumentos basados en chicos muy trabajadores que se convertían en inventores heroicos respondían a la necesidad de los editores de crear un personaje de altas miras morales y acorde con una América cada vez más tecnológica. Como ejemplo del desarrollo de estas ficciones ya comentamos en una entrada anterior, “El hombre de vapor de las praderas”, de Edward S.Ellis.

Mejor que ninguna otra forma literaria, la Edisonada respondía a la necesidad de América de una nueva mitología que se ajustara a los nuevos tiempos. La idea de que ciencia y tecnología podían, literalmente, cambiar el futuro fue el mensaje lanzado en las Ferias Mundiales de Filadelfia (1876), Chicago (1893), Buffalo (1901) y San Luis (1904). En sus pabellones dedicados a la electricidad, la fabricación o el transporte, estas exposiciones anunciaban de forma dramática al público americano que la tecnología podía cambiar el futuro, que los teléfonos, las máquinas de
escribir, la energía eléctrica, las máquinas,... podían transformar no sólo la industria, sino el hogar. En la Exposición Mundial de Chicago en 1893, la electricidad centró de forma especial la atención: los extensos terrenos de la muestra fueron iluminados por la corriente alterna de Tesla –enemigo declarado de Edison-, demostrando así lo que se podía conseguir con los nuevos inventos. Levantada en buena medida a partir de ideas tomadas de estas exposiciones internacionales, las atracciones del parque de Coney Island presentaban al público las primeras aplicaciones mecánicas en el terreno del ocio. Y estas llamativas concentraciones tecnológicas venían acompañadas por artículos en conocidas revistas, desde "Scientific American" (que dedicaba regularmente artículos a detallar el funcionamiento de esas atracciones de Coney Island) a "Ladies Home Journal".

En semejante entorno dominado por lo tecnológico, los inventores e ingenieros se convirtieron en
los símbolos del progreso y la eficiencia materiales. Se hicieron figuras conocidas tanto en revistas para niños ("St.Nicholas") como para adultos ("Collier´s", "Saturday Evening Post"). Los chicos soñaban con convertirse en ingenieros. Al fin y al cabo el propio Edison había carecido de una educación especializada. De acuerdo con esta idea, el joven inventor no sólo respondía al espíritu de los tiempos, sino que resultaba especialmente atractivo para el público en general: cualquiera podía ser ingeniero.

El mito del inventor-científico que trabajaba solo no tardaría en evaporarse en un mundo real cada vez más dominado por el crecimiento de las grandes corporaciones industriales (al mismo tiempo que las Edisonadas celebraban los logros individuales de investigadores solitarios, el propio Edison se convertía en cabeza de un gran grupo industrial relacionado con Eastman Kodak y General Electric), pero proporcionó uno de los iconos más sólidos y exitosos de la Ciencia Ficción.

martes, 21 de diciembre de 2010

1898-LA GUERRA DE LOS MUNDOS - H.G.Wells


A finales del siglo XIX, el inconsciente colectivo de Inglaterra seguía acosado por las pesadillas de invasión de ejércitos extranjeros que había iniciado la novela "La Batalla de Dorking" en 1873. H.G. Wells se apoyó en el esquema general típico de este subgénero, pero su aproximación fue enormemente novedosa, puesto que el enemigo invasor no sólo venía de muy lejos sino que además resultaba prácticamente invencible.

Parece ser que el tema de la novela fue idea del hermano de Wells, Frank, que se preguntó qué pasaría si en el apacible escenario de la comarca meridional británica de Surrey cayeran habitantes de otros planetas. H.G.Wells construyó un poderoso relato en el que la inminente extinción de los seres humanos se convierte en una posibilidad muy real, una historia tan poderosamente escrita, tan actual todavía en la cultura contemporánea (la película de Steven Spielberg en 2005 adaptando el libro es la última de una serie muy larga) que tendemos a olvidar lo numerosos que fueron el resto de libros de “guerras futuras” –y de los cuales hemos comentado algunos en este blog- en el último tercio del siglo XIX.


Como era normal en aquellas historias, la narración se centra en un inglés ordinario que se ve de pronto empujado hacia lo extraordinario. Lo que comienza con un acontecimiento aparentemente poco relevante, la caída de un meteoro en una idílica comunidad rural del sur de Londres, va cobrando impulso hasta convertirse en una catástrofe nacional. Cilindros procedentes de Marte se estrellan contra el suelo inglés. En su interior, unos grotescos marcianos construyen rápidamente mortíferos ingenios con los que empiezan a exterminar o capturar a los humanos en su avance hacia la capital. La infantería y la artillería son inútiles contra el rayo calorífico de los marcianos, un invento que parecía fantástico hasta la invención del láser. Tampoco se puede hacer nada contra el Humo Negro que arrasa toda vida en un claro antecedente de los horrores de la guerra química que caerían sobre las trincheras europeas unos años después. Londres, evacuado por sus aterrorizados ciudadanos, pasa a estar dominado por los trípodes gigantes tripulados por los extraterrestres con forma de pulpo.

Sin embargo, esta novela (inicialmente serializada en Pearson´s Magazine) tiene un final bastante menos pesimista que sus obras anteriores, “La Isla del Dr.Moreau”, “La Máquina del Tiempo” o "El Hombre Invisible". Apoyado en un razonamiento biológico consistente, Wells se las arregla para que los marcianos sean finalmente derrotados... aunque no por los humanos, sino por los microorganismos terrestres. La conclusión de la novela apunta a que la letal competición entre la Tierra y Marte en su lucha por la supremacía galáctica no ha hecho más que comenzar. Al mismo tiempo, la victoria sobre los marcianos da nuevo impulso a los ideales de un mundo unido bajo un único Estado, paradigma que quedará incorporado a una etapa posterior de la carrera de Wells, con obras como “The World Set Free” (1914), o “The Shape of Things to Come” (1933).

También en esta novela asoma la preocupación del escritor por los temas sociales, que ya hemos
comentado en entradas anteriores. En esta ocasión, "La Guerra de los Mundos" juega con ideas de dominación imperialista con base biológica, estableciendo una crítica al colonialismo europeo: los marcianos, insensibles al sufrimiento de los terrestres, explotan y adecuan el territorio conquistado de acuerdo a sus propias necesidades. La humanidad está ahora recibiendo el tratamiento que a menudo reserva a las plagas y las alimañas. El subgénero de la invasión extranjera pretendía llevar a los victorianos hacia un rearme, una defensa sólida del centro imperial; en las manos de Wells, el tema se convierte en una manera de recortar las pretensiones británicas: los amos imperiales, la poderosa Inglaterra, no son nada comparados con los evolucionados adversarios, cuya biología y tecnología son muy superiores. No hay auténtica satisfacción en la derrota de los marcianos, porque es una simple bacteria lo que los doblega, no el poder de la nación. Gran Bretaña es representada como un conjunto de multitudes aterradas y abocadas en su pánico a un rápido descenso a la decadencia y la bestialidad.

Muchos críticos afirman, por tanto, que la invasión de los marcianos y sus horrores mecánicos son los símbolos que Wells eligió para explorar temas como la violencia inherente a la construcción de imperios o el encuentro con pueblos y culturas extrañas. Otros autores han explorado esta obvia interpretación yendo más allá, hacia las complejidades del materialismo cultural, pero lo más probable es que el propio autor jamás llegase a tales elaboraciones. En palabras de Brian Aldiss, la novela de Wells “mostraba a las potencias imperialistas europeas del momento qué se sentía al estar en el otro extremo de una invasión armada con tecnología superior”. Esto no quiere decir que el escritor creyera que todos los hombres o civilizaciones fueran iguales. Al comienzo del libro escribe: “Debemos recordar que nuestra propia especie ha destruido completa y bárbaramente (…) razas humanas inferiores. Los tasmanos, a despecho de su figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia (…) ¿Somos tan grandes apóstoles de misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieran con ese mismo espíritu?”. Al tiempo que la violencia colonialista, el otro núcleo conceptual que sintetiza la trama es "la seguridad ficticia y la fatua vanidad” de una humanidad autosatisfecha que vive en la errónea creencia de que nada ni nadie alterará su desarrollo y sus altos principios morales.

Por otra parte, el obsesionarse con el mensaje político de la novela puede llevar a pasar por alto
la pericia de Wells al captar los pequeños detalles de su drama imaginario. A lo largo de todo el relato, desarrolla un gran control y expresividad en su estilo. Pocos escritores de cualquier género pueden igualar la desolada belleza que evoca un Londres evacuado por la amenaza marciana y cubierto por esa especie de musgo rojo que los invasores han traído de su mundo y con el que están terraformando la Tierra; o las horribles escenas de multitudes presas del pánico, abandonando Londres al mismo tiempo que su débil barniz de civilización y humanidad; o el claustrofóbico encierro del narrador en un sótano junto a un cada vez más enloquecido vicario. Eso sí, falta en estas novelas toda profundización en el elemento humano, los personajes son meros vehículos para hacernos llegar la acción; carecen de personalidad, sentimientos elaborados, pasado o expectativas de futuro más allá de lo inmediato. Estos personajes son dos (el relato está construido siguiendo una estructura dual, reflejada en el propio título): un filósofo y un estudiante de medicina, ambos hermanos, que viven de diferente manera la invasión extraterrestre, dando lugar a dos bloques o partes -un tanto desequilibradas- dentro de la novela.

“La Guerra de los Mundos” es clave dentro de la CF por ser la primera en presentar no sólo unos alienígenas plausibles desde el punto de vista biológico, sino en imaginar un buen motivo para que abandonaran su planeta y trataran de colonizar el nuestro. Los marcianos de Wells fueron pensados de acuerdo con la ortodoxia científica del momento. Se creía que Marte era un planeta mucho más viejo que la Tierra, un planeta moribundo cuyos habitantes habían tenido más tiempo que nosotros para evolucionar. Wells nos dice que “eran cabezas, sólo cabezas. No tenían entrañas”. No digieren comida, sino que introducen sangre directamente en sus propios sistemas circulatorios, ahorrándose el trabajoso proceso digestivo y la necesidad de buena parte de nuestros órganos; su vida está gobernada por un racionalismo cruel y todopoderoso.

Wells jamás fue un escritor de estilo depurado. Sencillamente, no le interesaba. Para él, eran las ideas, no los personajes o la belleza formal, lo que realmente importaba dentro de la historia. Fue precisamente gracias a su fuerza imaginativa, su penetración narrativa y sus evocadoras imágenes, que sus obras han permanecido más vivas en el imaginario colectivo occidental que otras literariamente más conseguidas.

lunes, 6 de diciembre de 2010

1897-ANTE LA BANDERA - Julio Verne


El tema de la ciencia aplicada al armamento es una cuestión que Verne trató en varios de sus libros: el submarino Nautilus en "Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino", los vehículos de Robur, las armas de destrucción masiva en "Los 500 millones de la Begún"… El escritor galo vuelve aquí sobre la misma idea, aunque enfocándola desde una óptica excesivamente patriotera.

Thomas Roch es un inventor lunático de origen francés que afirma haber desarrollado un arma, el Fulgurador, cuyo potencial destructivo es terrorífico (Verne lo describe como una especie de misil de gran capacidad explosiva). Acude a diversos gobiernos para venderles su artefacto, pero ninguna cantidad parece suficiente para satisfacer su creciente ego habida cuenta de que no existe prototipo y que todo lo que el inventor pone sobre la mesa es su palabra. En un estado mental cada vez más deteriorado, el científico francés es internado en un sanatorio por el gobierno norteamericano, donde se le asigna un cuidador cuya misión es la de prestar atención a sus delirios y tratar de averiguar el secreto del arma antes de que quede totalmente sumergido en la locura. Este cuidador es en realidad un ingeniero francés, Simón Hart, que se hace pasar por enfermero norteamericano con el fin de sonsacar al demente Roch y utilizar el secreto en beneficio de su propio país.


Ambos, enfermo y enfermero, son secuestrados por Ker Karraje, un pirata de origen malayo y cuidada educación, tan carente de escrúpulos como sobrado de ambición. Karraje, que ha reunido una banda de malhechores del más variado origen, se hace pasar por un noble europeo de refinados modales que surca la costa norteamericana a bordo de una goleta. Sin embargo, en su auténtica identidad, utiliza un submarino para abordar barcos, asesinar a las tripulaciones y hacerse con el botín. Sabedor de que Roch esconde el secreto de una poderosa arma, decide secuestrarlo para hacerse con ella y conseguir aún más poder.

Roch y Hart son llevados a un islote rocoso de las islas Bermudas cuyo interior es una enorme caverna hueca accesible sólo con el submarino, que los piratas han acondicionado como su base. Allí, Karraje alimenta el ego y la vanidad de Roch y éste se pone manos a la obra, terminando el mortífero artefacto. Hart consigue hacer llegar un mensaje al exterior dentro de una botella. Avisados del peligro, varios países reúnen una flota internacional y acuden a la isla justo cuando Roch termina de poner operativo el Fulgurador.

Esta narración de Verne no se encuentra entre las mejores de su carrera; ciertamente tiene
pulso y hay momentos interesantes, pero abunda en detalles inverosímiles por no decir absurdos (por ejemplo, Hart, que se supone es un espía, lleva un diario en el que anota todo tipo de información comprometedora) y el final horriblemente panfletario, patriotero e increíble deja mal sabor de boca. No es tampoco nuevo aquí el que sus personajes carezcan de profundidad: ni los ingenieros protagonistas ni el pirata consiguen conectar con el lector, que siempre los ve como figuras bastante planas que se limitan a cumplir con su papel incluso aunque el autor recurre a la narración en primera persona para tratar de introducirnos en la mente y emociones del personaje principal. El problema es que ahí dentro tampoco hay nada que resulte muy interesante o revelador. Simon Hart es una reencarnación del Marcel Bruckmann de "Los Quinientos Millones de la Begún": el francés valiente, inteligente, patriota y noble que lo arriesga todo por su país; en definitiva, un héroe plano, aburrido y sin matices.

Ni siquiera el villano Karraje tiene el carisma y misterio de un capitán Nemo o un Robur por mucho que disponga de un vehículo submarino -invento que había dejado de ser una novedad en el momento de publicación del libro- y una tripulación internacional de fervientes seguidores. No es más que un simple delincuente que encarga sus armas a fábricas y astilleros (al contrario que los personajes citados, cuyas fantásticas máquinas eran producto de sus geniales inteligencias, ya fueran sumergibles o máquinas voladoras) y cuyo objetivo es el simple robo (mientras que las motivaciones de Nemo o Robur eran más complejas en el caso de uno y más fanáticas en el caso del otro). Descendientes suyos serían varios de los villanos de las películas de James Bond, con su acumulación de tecnología, sus ínfulas de conquistadores del mundo y sus guaridas secretas.

Parece ser que para el personaje del inventor loco, Thomas Roch, Verne se inspiró en el químico Eugène Turpin, inventor de un explosivo, la melinita. Éste había tratado de vender su descubrimiento al gobierno francés en 1885, sin conseguirlo (finalmente, la venta se llevaría a cabo y su invención se utilizaría ampliamente en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial). Sin embargo, Turpin nunca se volvió loco ni traicionó a su país vendiendo el secreto a otra potencia. Tan claro era el paralelismo que Turpin, irritado, demandó a Verne. Éste contrató como abogado a Raymond Poincaré -quien mas adelante llegaría a ser presidente de la República- y ganó el caso aun cuando los biógrafos del escritor encontraron en su correspondencia evidencias de que, efectivamente, Turpin sirvió de modelo para su personaje; personaje que también guarda semejanzas con Alfred Nobel, inventor de la dinamita y que después de hacer fortuna con la misma se horrorizó al ver el uso bélico que se hacía de ella.

Resulta interesante la transformación que experimentan en esta última etapa de la carrera de Verne sus héroes, quizá influido por el desarrollo de la CF más populista que triunfaba en Estados Unidos y sobre el que ya comentamos algo en una entrada anterior. Los sabios y hombres de ciencia tan queridos por Verne, símbolo de la cultura y el conocimiento enciclopédico y protagonistas de muchos de sus mejores libros (recordemos al entrañable Paganel de "Los Hijos del Capitán Grant", el profesor Aronnax de "Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino" o el irascible Lidenbrock de "Viaje al Centro de la Tierra", por nombrar sólo algunos) son sustituidos por ingenieros (encarnados aquí por Hart), que a finales del siglo XIX eran ya considerados como los héroes responsables del avance tecnológico y figuras a los que todos los niños y jóvenes aspiraban a emular.

El tema de Verne cobra en estos turbulentos días -en realidad lo ha venido haciendo desde la Segunda Guerra Mundial- una especial actualidad: el tráfico de armas, la preocupación por la posibilidad de que alguien pueda construir armamento de una potencia devastadora y la caza y captura por parte de los países -a través de medios pacíficos o no- de genios científicos que puedan diseñar esas superarmas. La figura del científico que, de grado o por la fuerza, trabaja en un artefacto ambicionado por los gobiernos de uno y otro signo resuena en la Historia con nombres célebres, como Werner Von Braun -responsable del éxito del programa de misiles norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial- u hombres de ciencia desconocidos -como los físicos que en los ochenta participaron en el programa nuclear iraquí o que hoy se ocupan de los planes atómicos de Irán o Corea-, buscados por unos bandos y por otros.

La última guerra del Golfo nos ha familiarizado con la historia de una alianza de países que, como en la novela de Verne, decide unir fuerzas y superar sus diferencias en beneficio de un objetivo
común: destruir a aquél que se encuentra en posesión de un arma con la que puede amenazar los intereses de aquéllos. Por otra parte, la elección del archipiélago de las Bermudas como escondite del pirata y lugar alrededor del cual se producen misteriosas desapariciones de navíos -hundidos por el ingenio submarino del criminal Karraje- también resulta chocante (aunque hoy es bien sabido que esas islas jamás han registrado un índice de naufragios particularmente elevado, no siendo su leyenda más que un mito contemporáneo). La elección de Verne de esta localización vino motivada no porque en aquel momento estuviera relacionada con algún tipo de leyenda negra, sino por tratarse de un archipiélago cercano al continente americano -y a las posibles víctimas que surcaban la ruta Atlántica- cuyo tormentoso clima lo hacía ideal para la historia que deseaba contar.

¿Era Verne un visionario, un profeta, un genio iluminado capaz de traspasar la niebla del futuro? En mi opinión nada de eso es cierto. Verne no se ocupó tanto de los problemas del futuro como de los de su presente. Él, como nosotros, vivió en una sociedad tecnológica y muchas de las cuestiones que preocupaban entonces siguen vigentes en mayor o menor grado. Sencillamente, y no es poco mérito, parte de su ficción ha encontrado un eco en la realidad contemporánea.